lunes, 19 de marzo de 2012

Funcionarios y enchufados


EL MIRADOR. No todos los empleados públicos son funcionarios. A estos últimos se les dirigen críticas desmesuradas, olvidando que defienden con eficacia la neutralidad frente a quienes usan la política para el favoritismo. Por Guillermo Fatás (Heraldo de Aragón, 19 de marzo de 2012)

EN 1809, cuando Beethoven creó sus sinfonías quinta y sexta y una ‘Fantasía’ precursora de la novena, Goya, de visita en Zaragoza, concibió sus ‘Desastres’. Además del genio y la época, tenían en común que ambos eran funcionarios. Trabajaban para la Administración (el Estado, la Corona, tanto da), como Azara, Cajal y María Moliner, Cervantes, Velázquez, Unamuno o Machado. Los predicadores que infaman hoy al funcionario como arquetipo de parásito desmotivado e inútil merecen una réplica por ignorantes o por interesados.
El funcionario existe para que la Administración sea independiente del turno político y tiene el deber de neutralidad. En la época de la Restauración canovista, cuando el partido conservador y el liberal pactaban la alternancia, un cambio de gobierno acarreaba miles de destituciones. Los empleados del Gobierno eran, en gran medida, de libre designación, seres apesebrados. Por eso, cuando cambiaba el turno, se quedaban sin empleo hasta la vez siguiente. Con suerte, cobraban una magra cesantía.
Una función pública diseñada a la medida de los partidos fue hija de lo que Costa –otro funcionario– llamó, en su famoso estudio-encuesta, ‘Oligarquía y caciquismo como la forma actual de Gobierno de España: urgencia y modo de cambiarla’. O sea que los enchufados eran ya un vicio de estructura.
El funcionariado independiente y profesionalizado es un requisito sine qua non para el afianzamien- to del Estado de derecho. Por ello, el funcionario ha de probar su competencia en pruebas públicas en las que, por mandato de la Constitución, la Administración tendrá solo en cuenta los principios de igualdad, mérito y capacidad. No es una garantía total, pero usualmente asegura un buen nivel de eficacia. Y en cuanto a la fijeza del puesto de trabajo, está sujeta a inspección y a sanciones que llegan a la exclusión del servicio, que afecta lo mismo a magistrados que a generales. Y no es broma.
Sólo así puede el funcionario ser indócil frente a un político arbitrario. Nada hay más irritante para el político abusón que el técnico público, el jefe de servicio, el interventor, el secretario que da fe de lo que se hace y lo que no, que el médico, profesor, fiscal, diplomático, letrado, policía o juez que, por mor de la ley, no se pliega a su capricho.
Hay una buena porción de responsables políticos en cuyos currículos se transparenta una biografía hecha en exclusiva de ‘lealtades incondicionales’ al partido o al jefe: todo un modo de ser. Si el polí- tico es de los que llegan al puesto sin más ‘cultura’ de servicio que la de su partido, no se fiará de los funcionarios, y con todo motivo.
Como el funcionario no tiene por qué suscribir las lealtades particulares de su jefe ocasional, de esa disonancia nacen los cargos ‘de confianza’ en puestos eventuales, nombrados ‘a dedo’. No son una
idea nociva en sí, pero han proliferado, son miles y una causa injusta de descrédito para los fun- cionarios de carrera. Unos y otros son empleados públicos, pero los eventuales de libre designación entran sin sujetarse a las reglas de igualdad, mérito, capacidad y publicidad y no es raro que, por vías torcidas, los ‘enchufados’ consoliden su confort laboral y los máximos niveles de su categoría.
Cierto, que hay funcionarios de mala condición, incluidos los que entraron por la puerta trasera. Pe- ro los muchos que ejercen decorosamente son una garantía, diaria y real, aunque invisible, de nuestros derechos frente a la eventual arbitrariedad del gobernante. Por lo demás, hay grupos de funcionarios que reúnen a los mejores profesionales del país, como es el evidente caso de los investigadores.
Leo en J. J. Carreras López el caso de alguien que escribió esto: «Mi profesor está definitivamente contratado por el sueldo vitalicio de 4.000 florines. Por no hacer nada». O sea, convertido en fun- cionario vitalicio y vago perpetuo.
Solo que la carta fue escrita en Viena, el funcionario era Beethoven y precisamente en aquel año suyo prodigioso de 1809. Tan grande es el poder de los prejuicios.